Éramos solo dos, pero éramos una familia. Salíamos al mercado todos los sábados, en busca de frutas y verduras frescas al igual que nuestros vecinos. Aquel día cubrimos nuestras cuerpos con oscuros abrigos mientras caminábamos juntas hacia el mercado. Yo vestía azul, con un cintillo dorado. Ella de amarillo, con una bufanda azulada de pintas blancas y doradas. Sus ojos verdosos resaltaban entre su cabello dorado y el rosa de sus mejillas.
Como buscando una excusa para mostrar nuestros coloridos vestidos, colgamos los abrigos en el carrito del mercado. Recorrimos todo el lugar y como si fuese el primer día en visitarlo no hubo rincón que no exploramos. Cansadas por la caminata, al atardecer por unas copas de vino páramos, dos copas de vino nuestros cuerpos calentaron y ya de vuelta a casa esa noche cenamos y descansamos.
Nos fuimos a dormir y durante la madrugada entre gritos salté sobre nuestra cama.
Sentí la brisa fría corriendo por mis pies, cabeza y manos. De pronto dirigí mi mirada hacia la ventana que en nuestra habitación quedaba cuando una luz intensa borró de un solo tiro ocho pisos enteros de un edificio, fue allí donde me di cuenta de que las paredes de nuestro cuarto se habían derrumbado. La oscuridad cubrió todo el barrio ya no había sala, ni tampoco baño. Nuestra cama sobre un piso quebradizo, en medio de la nada era todo lo que quedaba, nuestro cuarto se volvió un pozo sombrío que se iluminaba entre bengala y bengala. Me hinqué sobre el colchón toqué a un lado, toque al otro y mis manos se mojaron con un líquido espeso que corría por la cama desde el tope hasta abajo. Grité su nombre y otra luz de bengala, iluminó todo el cuarto. Allí estaba ella, sobre el suelo con sus brazos recogidos cerca de nuestro camastro. Tomé un respiro para calmar los nervios, extendí mis brazos arrastré su cuerpo y me acerqué para comprobar si todavía respiraba. La volteé, toqué su cara, la halé por sus brazos y la subí nuevamente a nuestra cama.
Admiré encantada, su piel tersa, sus ojos verdes, cabellos brillantes claros. Le acariciaba sus manos, cuando observé en su cuello un vidrio encajado, le di un beso en la mejilla y con fuerza arranqué aquella pieza que sin respiro le había dejado, solo segundos pasaron y la conciencia perdí al ver la sangre corriendo por su cuello como caballo desenfrenado. El sol iluminó el día, allí estaba ella, allí estaba yo, juntas sobre sábanas ensangrentadas que entibiaban nuestros cuerpos hasta que el suyo solo se enfrió y poco a poco palideció.
Rosetas moradas cubrían sus brazos justo allí donde yo le había jalado, la herida en su cuello se infló y la sangre allí se acumuló. Con el esfuerzo al arrastrarla para llevarla a la cama, mi pierna derecha por completo se destrozó, pedí ayuda, pero nadie escuchó.
Pasaron los días y poco a poco sentí como mi estómago se descompensó, vomité la cama, la almohada y cansada mi cuerpo desmayo y debilitó, entre el dolor en mi pierna y también el de mi corazón.
Desperté, lloré, pataleé y luego en una calma silente me disculpé
con ella conmigo con las dos
Su cara se hinchó, su cabeza se deformó y sus órganos endurecidos protestando quebraron su piel en busca de liberación, la sangre licuada entre líquidos orgánicos corrió por nuestro colchón y su cuerpo oscurecido, con tonos verdosos transpirando sangre mientras el mío un buen día palidecido se consumió.
Ya no tocamos nuestros cuerpos, solo nos observamos y conversamos en el silencio de aquel cuarto que un día alguien bombardeó. Cuerpo a cuerpo, lado a lado, esperando solo el momento de liberación, el de ella, el mío, el de ambas. Somos dos cuerpos en proceso de descomposición implorando aceptación.
Esta es la hora en la que nuestro cuarto permanece oscuro y putrefacto, mientras la sangre seca marca dos cuerpos, el de ella, el mío, el de las dos.
Los gusanos se arrastran por su cuello, ojos y boca, los asquerosos gusanos salen y entran, entran y salen y las moscas a su vez nos visitan.
Ella para protegerme, dulcemente explota y sobre sí misma descarga toda su inmundicia, su carne fermentada invadida por bacterias y larvas, intestinos repletos de gusanos danzando cumbia desde arriba hasta abajo. Los repugnantes animales, todavía no me tocan. Ellos la devoran hasta dejar sólo sus huesos sobre nuestros mortíferos lienzos.
Mi piel se tensa, hincha, quiebra y como rio la sangre corre nuevamente por nuestra cama, las larvas se multiplican y ahora los gusanos de mis órganos comen. Transformándome en una masa hedionda, fermentada, deforme. Cuando ya no queda nada de mi carne fétida, lado a lado por un tiempo nuestros huesos subsisten, dos cuerpos fantasmales quedan escondidos entre la inmundicia, la sangre, la pena, el miedo, un estallido.
Dos cuerpos transformados yacen sobre una cama como prueba de su existencia esperando que el viento les disuelva y en playa seca les convierta.
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